— Yah, yah, esa Majimbi es una mala persona — dijo Perisi.
— Jum, nhawule (¿qué pasa?) — pregunté sin levantar la vista del microscopio en el que estaba examinando una muestra de sangre de un bebé pues sospechaba una infección palúdica.
La voz de Perisi demostraba su indignación.
— Bwana, Wataga nwana ayu, makatye yono yali manyagala nyagala, ninga yali nwana swanu (Señor, han tirado a este niño. Dicen que “no es una persona”, que es un desperdicio, pero es hermoso).
Hizo los sonidos que las mujeres de todo el mundo hacen cuando tienen a un niño en brazos.
— Jongo — dijo Sechelela, con tal fuerza que su nieto, dormido en sus espaldas, sostenido por la cuna portátil, típica de esa región, abrió un ojo somnoliento, extrañado del curioso ruido que su abuela hacía — . Yoh, un desperdicio, fíjate, mira qué bebé, Bwana.
Lo miré. No era muy grande, quizá de dos kilos, era una niña y la niña tenía labio leporino.
— ¡Desperdicio! — dijo Perisi con gran desprecio, meciendo a la chiquita de un lado al otro y prosiguiendo con una gran variedad de ruidos maternales.
— ¡Jongo! ¿Y qué van a hacer con ella?
— Jiih, Bwana, tú ... — Perisi sacudió la cabeza y luego al ver mi sonrisa, sonrió ella también.
— Kumbe, pensé que ibas a decir que esta pequeñita no tiene ningún valor — . La bebita hizo un ruido raro.
— Ya ves, no puede beber debidamente. Probé con una botella, no pudo tragar y casi se atora. La agarré por los pies, la sacudí y, bueno, Bwana, te la traje aquí. Si fuera sólo asunto de alimentar un bebé — sonrió feliz — , yo sé cómo se hace.
— Trae a la bebita aquí a la luz — dije.
Francamente, no me sentía muy feliz con la situación. Me imaginaba un paladar dividido todo a lo largo y me vinieron a la mente los cuadros de bebés alimentados por un tubo durante meses y meses, y yo bien sabía que solo tenía un tubo así en el hospital.
Perisi obligó a la pequeñita a abrir la boca apretándola suavemente con el dedo. Sin duda, el labio estaba partido, pero el paladar estaba íntegro, excepto un hoyuelo de poca importancia en la parte trasera.
— Jongo, hay una cosa que siempre debes recordar cuando examinas a un bebé — dije — . No importa mucho si es un varón, pero si es una mujer tiene muchísima importancia. Y si no lo haces bien, bueno ... Encogí los hombros y Perisi se puso muy seria.
— Bwana, quisiera que tuvieras más oportunidades de enseñarnos algunas cosas, pero siempre estás tan ocupado operando y mezclando medicinas y mirando por el microscopio y corriendo por todo Tanganica en tu auto, por todos los hospitales, que pocas veces nos puedes enseñar los detalles importantes.
— Este es un detalle importante, Perisi. Siempre debes mirar cuidadosamente la lengua de una nena al nacer.
— Yah, los hombres hablan igual que las mujeres — dijo Sechelela.
— Juh, siempre estás aguijoneando, Sech — dije, echando la cabeza para atrás y riendo — , siempre aguijoneando. Mira a esta personita. Su lengua no se mueve, pero me ocuparé de ella.
Una hora después, en la Sala de Atención de Niños, me dirigí a un grupo de diez enfermeras, con sus rostros negros contrastando con los uniformes y gorros blancos.
— Quiero que cada una de ustedes mire la lengua de esta bebita. Quiero que palpen su propia lengua con su mano derecha, que palpen debajo. ¿Se dan cuenta cómo está sujeta con una cortinita de carne?
Todos abrieron la boca, se metieron los dedos y movieron las cabezas asintiendo.
— Ahora, palpen la lengua de la bebita, pero no con la misma mano.
Lo hicieron cuidadosamente. Unas pocas gotas de anestesia fueron suficientes para asegurar que la pequeña criatura no sufriría ningún dolor y entonces hice una de las operaciones que más cabe en la clasificación de “menor”. Las enfermeras africanas se colocaron alrededor.
— Ahora la lengua se mueve — dije.
Un cuarto de hora después, Perisi, sentada en un banquito de madera, estaba alimentando a la chiquita con una botella. Una brillante sonrisa de la joven indicaba que mi intervención quirúrgica había tenido éxito.
— Yah, ya hemos salido de este problema — me dijo — , la bebita va a crecer. Yo misma la voy a cuidar. Fíjate, en la aldea que está a cinco kilómetros de aquí tienen los corazones tristes porque esta niña ya no existe, pero nosotros la alimentaremos y la haremos crecer y entonces, ¡qué alegría para la madre y, yah, qué confusión para esas viejas, Majimbi y sus cómplices, cuando les llevemos a esta niña como si viniera de entre los muertos!
— Pero, ¿cómo conseguiste esta bebita, Perisi? Espero que no la hayas robado o secuestrado.
— N’go, Bwana — dijo Perisi sacudiendo la cabeza — , la dejaron a la intemperie, en el rocío de la noche y han creído que se la llevó una hiena.
— Pero, ¿quién la tomó?
— Todo es culpa de la escuela misionera — sonrió Perisi — . Traen niños de las aldeas, les enseñan el cuidado de los bebés, los llevan al hospital. ¿Ves lo que están haciendo?
Miré por la ventana y allí estaban seis muchachas del Internado Femenino de la Misión en Mvumi, todas bañando bebés como debe hacerse.
— Allí ves a la joven Merabi — prosiguió — , la hermana menor de la madre de esta niña. Oyó las palabras de las viejas, oyó llorar a su hermana y entonces salió en silencio, envolvió a la chiquita en una manta y corrió por la oscuridad a mi casa.
— Pero, ¿y la madre de la infante?
— Yoh, Bwana, es un caso triste — dijo Perisi sacudiendo la cabeza — . Es la tercera esposa de un hombre que la golpea. Este es su cuarto niño y todos los otros han muerto. Cree que está hechizada y no hace sino quedarse en cama, indiferente a todo. Camina cojeando y es la burla de las demás mujeres de su casa.
Aquella bebita salió adelante. Fue alimentada religiosamente a las seis, diez, dos, seis y diez. Le controlamos el peso, la pusimos a dormir, no la mimamos demasiado, hicimos todo lo que se debía hacer, justamente en la forma en que se debía hacer. ¡Perisi era la que la atendía! Y entonces un día volví a operarla, esta vez para reparar el desagradable desgarramiento del labio leporino. El resultado fue considerablemente mejor de lo que yo había esperado. Diez días después le saqué las puntadas y Perisi observó el cambio.
— Mira, ¿no es hermosa? — dijo.
— Sigue — le dije sonriendo — . ¡Haz todo el cloqueo que te salga de la boca, como una gallina con su pollito!
— Yah, ¡no eres sino un hombre! — dijo Perisi indignada y luego sonrió — . Bwana, hoy será un gran día. Siento que mi piel es muy estrecha para toda la alegría que tengo dentro.
— ¿De qué se trata? — me reí.
— Bwana, Mavunde, la madre de la bebita, viene hoy al hospital. Está perdiendo peso, está enferma, está decaída, está desesperanzada, se quiere morir como Raheli.
— Jongo, por eso la traes al hospital — dije — . ¿Te parece que la podemos ayudar a morirse aquí?
— Yoh, ¿no te pondrás serio, Bwana? — dijo Perisi — . La causa de su pena es la pérdida de su hijita. No quiere remedios: quiere llenar el vacío de su vida ¡y ahora va a llenarlo!
Mavunde quedó esperando hasta que hube atendido todos los casos típicos de paludismo y fiebres, toses, resfríos, enfermedades oculares tropicales y toda la colección usual de pacientes. Entonces, entró calladamente en la habitación y se sentó.
— ¿Utamigweci? (¿De qué te quejas?) — le pregunté. Sacudió la cabeza.
— Bwana, no puedo dormir. No tengo ganas de comer. Me quiero morir.
— Jongo, ¿por qué?
— Tú no eres sino un hombre y no puedes entender — dijo sacudiendo la cabeza.
— Mavunde, quizá te pueda ayudar una vez que me lo expliques.
Dudó por un momento y entonces contó toda la triste historia de una esposa joven con un marido adulto, el dominio de las mujeres mayores y de hábitos fantasmales y trampas, la historia de la muerte de un bebé tras otro.
— Bwana, hace seis semanas ya que nació mi bebé. Me lo quitaron, decían que estaba muerto. No sé si era un varón o una niña. Lo único que sé es que su cara tenía una cicatriz y que era muy pequeño. Bwana, cuando iba a la escuela de la misión, les oía orar. Entonces me reía, pero en estos días he orado y Dios no me ha contestado.
— No basta orar. Primero debes unirte a la tribu de Dios, debes dar tu vida a él y entonces tendrás derecho a orar.
— Yo lo haría. Bwana, si viviera mi hijo.
— Ve y come con la gente del hospital, tus antiguos amigos de la escuela y luego te veré de nuevo a la tarde.
Fue una hora después que oí un chillido peculiar que hacen las mujeres africanas cuando están felices. Entraron a mi escritorio Perisi y Mavunde, una Mavunde muy diferente. Nadie dijo una palabra, pero había una mirada en sus ojos que valía por todo lo que hubiéramos hecho.
Al atardecer aquel día, Perisi me dijo:
— Bwana, ha sido un mes feliz. Mira, mi corazón tiene mucha alegría esta noche.
Y aunque yo no era sino un hombre, el mío sentía la misma alegría.
Mientras caminaba hacia el portón, Daudi salió corriendo.
— Bwana, he oído palabras de advertencia. Majimbi está muy enojada por el trabajo del hospital.
— Ah, ¿por la bebita del labio leporino? — Arqueé las cejas.
— Por eso, Bwana, y por el chico con neumonía y por el bebé que operamos y ... — hizo una pausa — . Kah, Bwana, aquí ocurren demasiadas cosas en beneficio de los bebés. Le estamos haciendo sombra al trabajo de Majimbi y sus asistentes. Y es por ese motivo que están enojados.