9: Mala Tarea Para Los Pies

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Sobre una piedra plana se posó un gran lagarto gris, con su garganta latiendo. En la luz solar de la temprana mañana africana, su sombra parecía enorme al reflejarse sobre la arruinada pared de ladrillos de la casa. Miré hacia el pozo y pude ver lo que debió haber sido una ordenada serie de hileras de ladrillos hechos el día anterior. Ahora no eran sino una masa aplastada de barro. En el matorral, encima de mí, sobre la colina, un pájaro hizo su característico susurro, “ndudududu”.
Como si fuera una respuesta, se oyó otro “ndudududu”.
Antes de que pudiera comenzar cualquier conjetura sobre el tema de la música de los pájaros, oí detrás una profunda voz.
— Mbukwa Bwana, la voz del ave ndudumizi nos dice que las lluvias están cerca.
Miré hacia atrás para ver el rostro sonriente de Simba, frunció los labios y repitió el llamado del ave: “Ndudududu”.
 — Yah, Bwana, ¡qué mañana! Mira que es un día de alegría.
Señalé hacia abajo, donde estaba el fruto arruinado de su duro trabajo del día anterior.
— Quizá tu alegría no dure mucho cuando veas aquello.
— Kah — dijo Simba — es el segundo día que mi trabajo ha sido arruinado. Yah, esta es la obra de alguien que quiere hacernos mal.
Directamente sobre él volvió a sonar el canto del ave ndudumizi, giré para ver al pajarito, limpiándose las plumas, mientras se apoyaba en las espinas de un gran cactus.
Mientras miraba, de repente me vino una idea y me reí.
— Kumbe, Simba, ¿es cierto que los ladrillos blancos son suaves para los pies?
— Jiih, es cierto, Bwana — dijo el cazador africano — y si este es el trabajo de Dawa, sus pies no tienen nada que temer de mis ladrillos. No tienen piedras, son totalmente de tierra cuidadosamente amasada.
Y entonces siguió mi mirada hacia el cactus. Lo miró por un momento y de repente estalló en una risa.
— ¡Jiih! — dijo. Y aquello fue suficiente para el lagarto. Se deslizó rápidamente buscando un lugar seguro bajo un arbusto de sisal. Simba se golpeó las manos, hizo girar los ojos y volvió a lanzar una carcajada.
— Jiih, ya lo veo. Me estás sugiriendo que hagamos una partida de ladrillos y les pongamos espinas en algunos, bien cubiertos con el barro.
— Eso es — asentí — . Esto debería hacerlo sonreír.
— A ver, Bwana, que pasará cuando esta noche camine sobre mis ladrillos. ¿Te parece que descubrirá el secreto de la broma?
Se palmeó con gusto el pecho.
— Jiih, es una buena estratagema — dije.
Doblando la esquina de la casa, apareció el rostro de un muchacho africano. Simba lo vio enseguida.
— Kah, Bwana, me había olvidado. Te he traído hoy un niño que tiene un gran problema. Mira, una piel de ésas debe picar mucho.
El muchacho estaba totalmente vestido con un miserable y pequeño harapo que me hizo sentir picazón sólo de verlo. Su cuerpo estaba cubierto de llagas y parecía que sus dedos buscaban automáticamente dónde rascar. Lo examiné cuidadosamente y giré hacia Daudi que había llegado con una caja de remedios y vendas.
— Sarna, más una infección. Una mala mezcla, pero quedará limpio en un día o dos, especialmente si es buena la nueva medicina. Báñalo, Daudi, y entonces lo pintaremos.
El baño consistió de media lata de queroseno de agua tibia, una lata vacía de leche condensada y un pan de jabón con ácido fénico. Quité el corcho a una botella de fluido lechoso y cortando una serie de palitos del largo de un lápiz y del grosor de un fósforo, los transformé en hisopos colocando algo de lana en un extremo y enroscándolo fuertemente. En pocos minutos tenía una pila de ellos a mi lado. El africanito estaba echado en la tibia luz solar. Puse varios de mis hisopos en el preparado y me volví hacia él. Iba a pintarlo por todos los lugares donde tenía la irritación.
— Yah, Bwana, eso será doloroso.
— Uh, uh,— dije sacudiendo la cabeza — no será nada de eso.
— Yah, Bwana, pero yo tengo miedo.
— No hay necesidad de tener miedo; no habrá ningún dolor.
El chico se acomodó y apretó los dientes. Le pinte un brazo con el preparado.
— Yah, no duele más que si fuera leche — dijo.
— ¡Por supuesto! ¿Puedo seguir pintando?
— ¡Jiih, Bwana!
Al poco rato, estaba cubierto de la cabeza a los pies con el preparado que era mortal para el laborioso bichito que le perforaba la piel y que pica, pica y pica.
Apenas había terminado, cuando Daudi apareció con la lata de leche condensada. De su interior, sacó el sucio harapo que había usado el muchacho.
— Bwana, las instrucciones dicen que toda ropa debe ser hervida cuando la gente tiene sarna. Yo he hervido esta ropa.
Había una sonrisa en la cara del enfermero. El harapo fue puesto a secar. El muchacho fue a levantarlo.
— Espera un minuto — dije — , sólo te hemos puesto la mitad de la pintura.
— Yah, esta medicina sí picará — dijo.
Tomé una mezcla violeta brillante de la segunda botella y la esparcí sobre su cuerpo. Tomó el color más curioso, pero una vez más sintió total confianza cuando descubrió que esa medicina no lo lastimaba tampoco.
— Kah, Bwana,— dijo — te creo. Veo que tu camino es bueno.
— Jeh, si el Bwana dice algo, es verdad — dijo Simba — .
Éste ya había ido al pozo y estaba ocupado haciendo una gran pila de barro para convertirlo en más ladrillos y reponer los que se habían echado a perder la noche anterior. Durante el procedimiento, repentinamente estalló en un ¡Jiiiih! de risa.
Fue a un lugar donde sólo se le podía ver desde donde estábamos nosotros, y, con su cuchillo de caza, cortó una serie de espinas, de muy interesante aspecto, de por lo menos cuatro centímetros. Reunió una cantidad, como para colocarlas de tal forma que de cualquier manera que las pisaran, se clavarían. Parecían grandes trozos de alambre de púas. Luego puso algo del barro en los moldes y cuidadosamente metió dentro un manojo de espinas. Suavizó cuidadosamente la parte superior, se dio vuelta y me miró con una gran sonrisa en el rostro.
Había venido mucha gente en busca de remedios, de modo que Daudi y yo procedimos a atenderlos. Algunos tenían tos o resfrío, otros úlceras y algunos necesitaban una operación de cataratas que debíamos hacer más adelante en el hospital. Luego comenzamos a hablarles de Dios.
— Bwana, ¿cómo podemos entender de alguien a quien nunca hemos visto? — dijo un viejo.
— Kah, ¿alguna vez has visto al rey Jorge?
— N’go — respondieron.
— Y bueno, ¿eso te impide participar en una fiesta el día de su cumpleaños y comer la vaca que te ha dado el jefe? ¿Acaso dices: “No comeré de esta fiesta ni participaré de esta carne porque nunca he visto al rey Jorge”?
— N’go — dijeron.
— Muy bien, necesitan tener fe.
— Kah, ¿qué es esa palabra? — dijo uno de los hombres.
— ¿Qué quiere decir?
— Significa tener confianza en una persona, creyendo en lo que sabes de él, que él no te decepcionará — . Simba estaba de pie detrás del grupo — . Simba, trae al muchacho a quien di la medicina esta mañana. Ponlo sobre ese muro. Con la ayuda del cazador, el chico se trepó sobre el muro y se quedó allí tratando de mantener el equilibrio. Le sonreí.
— Entre tú y yo hay ahora un gran espacio. Si tú saltaras a mis brazos y yo te dejara caer, te lastimarías muy seriamente.
— Kah, pero, Bwana,— dijo el chico — tú no harías eso. No me lastimaste esta mañana con la medicina. No me dejarías caer.
— Jongo, si lo crees, salta.
Y saltó. Lo tomé aunque casi caí de espaldas porque no era poco su peso.
— Yah, Bwana, confiaba en ti y no me fallaste — dijo el muchacho, cuando finalmente lo puse sobre sus pies.
— Bueno, eso es fe — dije a la gente.
— Jiih, Bwana, eso es algo que podemos entender.
Aquella tarde, vi a Simba que preparaba su última hilera de ladrillos del día.
— Simba, ¿tienes fe en que el sol te secará esos ladrillos?
— Por supuesto, Bwana, sé que será así. El sol siempre lo hace.
— Muy bien, ten fe en Dios de la misma manera y mientras tratamos de construir en esta ciudad un lugar de testimonio para él, ten fe en él, pase lo que pase, por mala que sea.
Simba asintió con un movimiento de cabeza.
— Bwana, me pregunto qué ocurrirá esta noche. En muchos de estos ladrillos, he clavado espinas. Parecen suaves por fuera, pero dentro, ¡yah!...
Nos sentamos alrededor del fuego para nuestra comida del atardecer. Cuando llegó la hora de acostarnos, hicimos como si nos hubiésemos ido a dormir, pero nos quedamos en un rincón, muy quietos para ver lo que pasaría. Y desde detrás del mosquitero teníamos una excelente vista del lugar donde se estaban secando los ladrillos de Simba. Pasamos unas dos horas sentados incómodos en banquitos de tres patas, conversando en voz muy baja. En la pálida luz de la luna veíamos los árboles de mango y las ordenadas hileras de ladrillos. Por fuera de nuestra defensa, los mosquitos zumbaban provocativos, cuando, de pronto, de las sombras salió silenciosamente una figura, un hombrecito de anchas espaldas. Simba me tocó el hombro con entusiasmo y expectativa.
— Bwana — murmuró y todo su cuerpo se sacudió de silenciosa risa.
— Kah, este es el momento de vigilar sus pasos. ¡Míralo! — susurró Daudi.
Con estudiado empeño, el hechicero comenzó a pisotear cada ladrillo. Nosotros estábamos a la expectativa de lo que iba a ocurrir. De repente, un grito de agonía sonó claramente en el aire tranquilo de la noche, seguido de un penetrante alarido y entonces la rechoncha figura, moviéndose con increíble rapidez, cruzó por el terreno vacío hasta el pozo, pasó más allá de los mangos y desapareció en las sombras que llevaban a la aldea africana. Y a medida que corría se oía cada vez más débil el grito de alarma de la tribu: “¡Iiiiiiiiih!”.
Simba dejó escapar risa que ya no podía contener.
— Bwana, yeh, ¿alguna vez ha habido una noche mejor que esta? ¡Keh!
Se palmeó el pecho.
En ese momento apareció Perisi.
— Kah, mientras tú te ríes — dijo — yo tengo mucho temor en mi corazón. No conoces a Dawa. Es un hombre que te devolverá el golpe.