— Koh, Bwana — dijo la vieja Sechelela, revolviendo vigorosamente el azúcar en su taza — . Koh, hay un gran problema girando sobre nuestras cabezas. No sabríamos nada si no fuera por aquel chico.
Señaló con su mentón a un catre donde un recién nacido estaba protestando vigorosamente contra el mundo en general.
— Jongo, Sech — dije — , estás haciendo adivinanzas. Dime lo que quieres decir.
— Koh, durante cuatro amargas noches y días, Bwana, la vieja de la aldea hizo todo lo que pudo para la madre de ese niño, sin embargo, el niño no llegaba.
Moví la cabeza, asintiendo. Las palabras de la anciana africana presentaban un cuadro de desesperanzado dolor y desesperanzada ignorancia.
— Bwana, durante dos días — la anciana continuó — no dieron nada de beber a la madre, pero, bueno, en la oscuridad de la noche, alguien vino secretamente y le dio agua de una calabaza y le dijo que solo aquí, en nuestro hospital misionero, había esperanza y seguridad. Aun entonces Bwana, parecía que la llamaban las voces de sus antepasados. Pero no había de ser, porque Perisi se enteró de lo que pasaba y la visitó secretamente. Perisi le dio palabras de aliento y le habló del Dios que tiene interés en nuestras vidas. Entonces parece que mientras hablaban, una de las viejas se movió en el sueño y se despertó. Perisi se deslizó fuera de la casa, pero la vieja quedó con sospechas. Ndebeto, la madre del chico, oyó a la vieja diciendo muchas palabras aquella noche y al día siguiente.
“Yoh, vino a nuestra aldea, ella que no es más que una recién casada”, decía la vieja, “para enseñarnos a nosotras, las más sabias, sobre cómo atender a los niños. Nos robará la confianza de las mujeres más jóvenes”.
“Jeh”, dijo otra. “Así desaparecerá el camino de nuestra riqueza”.
Entonces una de ellas dijo: “Jeh, ¿es que ella tendrá niños que vivan? ¿Es que ha de mostrarnos un hijo propio y vivo y probará las palabras que ella habla de alimentar a un niño con leche y no con cereales? Vean, se le ha lanzado un hechizo y ella no llevará un hijo sobre sus espaldas”.
— Bwana, esas son las palabras que oyó Ndebeto — dijo Sechelela sacudiendo la cabeza.
— Yoh, pero entonces, ¿por qué vino aquí? — pregunté.
— Mira. Bwana, dijo muchas palabras al oído de su esposo. ¿Te acuerdas que su esposo fue salvado de la enfermedad que tú llamas neumonía con nuestras píldoras en el hospital? Y ahora estuvo de acuerdo en traerla aquí. Viajaron en la oscuridad de la noche y llegaron aquí tres horas antes del alba.
— Ejeh — dije — , y yo me levanté cuando la noche estaba muriendo y vine al hospital y maté una víbora por el camino.
— Eh, ih — dijo Sechelela — una víbora en el sendero es poca cosa cuando se piensa que aquel amanecer, por medio de tu trabajo, aquel niño nació sin problemas, y llegó justo a tiempo como para ver la salida del sol. Era un trabajo que sólo un médico podría hacer.
— Es verdad — respondí — , pero si tú no hubieras estado aquí, y los demás, y no hubiéramos tenido los remedios, ¿donde hubiéramos estado y dónde hubiera estado Ndebeto?
Sechelela sacudió suavemente la cabeza.
— Bwana, con seguridad que ahora ella estaría con sus antepasados. Habría llanto por toda la familia. Las viejas se sentarían alrededor del fuego y dirían que se había lanzado un hechizo contra ella.
— Y ahora, Ndebeto está bien y el bebé parece ir bien; escúchalo.
Sechelela sonrió.
— ¿Pero tú piensas, Sech, que Perisi estará en peligro? ¿Crees que en la aldea le harán algún daño a ella o a Simba?
— Quizá, Bwana, pondrán veneno en la comida, pero lo dudo. Mira, han lanzado muchos hechizos. Su vida será muy dura en estos días.
— Hay una cosa que podemos hacer para protegerlos, Sech.
Levantó sus cejas interrogativamente.
— Hace muchos, muchos años hubo uno de los maestros de Dios, llamado Eliseo, que vivió en los días de un jefe muy malo. Este jefe estaba muy enojado porque cada vez que planeaba algo malo, el maestro lo sabía. Dios se lo decía. Entonces planeó matar al maestro. Mandó a sus soldados, a muchos de ellos, fuertemente armados, que llegaron de noche y rodearon la ciudad en la colina donde estaba.
Pues bien, a la mañana, el criado del maestro, un joven, se despertó muy temprano y al salir el sol vio los escudos y las lanzas de los soldados alrededor de la aldea. Estaba espantado. Dijo: “¿Qué vamos a hacer? ¡Oh, maestro!” Pero Eliseo dijo a Dios: “Oh Gran Señor, abre sus ojos.” Y fue como si una niebla saliera de delante de los ojos del joven y él vio, detrás de los soldados del perverso jefe, que toda la montaña estaba llena de hombres a caballo, soldados muy fuertes, un ejército del cielo enviado allí por Dios para proteger a Eliseo que era el siervo de Dios. Entonces el gran maestro, dijo: “Mira, no tenemos qué temer. Son más los que están con nosotros que contra nosotros.”
— Jeh, jeh, Bwana, y Eliseo se salvó — comentó la anciana.
~ ~ ~
— Tijeras, Sech, ¿dónde está mi mejor par, las número uno?
— Yoh, vi a Elisabeth con las tijeras para cortarse el cabello con ellas, de modo que las escondí bajo mi cama entre algunas cáscaras de maní.
— ¿Me las traes, Sech?
— Mira, Bwana, recién he comenzado a bañar a estos bebés y las enfermeras tendrán una tarde especial después de jugar al basketball en la escuela.
Salí de la sala de cuna pensando en mis mejores tijeras de cirugía cuando vino Daudi.
— Bwana, he visto a Majimbi salir del dormitorio de las enfermeras.
— Koh, Daudi, esa mujer está llena de artimañas. Demos un vistazo.
Casi esperaba encontrar una víbora o un fuego ardiendo, pero no había señal de nada malo. Cuando miré bajo la cama de una enfermera encontré una pila de cáscaras y enseguida recordé las tijeras y miré a Daudi.
— ¡Elisabeth se iba a cortar el cabello con nuestras mejores tijeras!
— Yoh, está buscándose problemas — dijo el enfermero.
— Y se las consiguió cuando Sech la vio — dije.
— ¿Y dónde las escondió la abuela del hospital, Bwana?
— En una canasta de maníes — dije, riendo — , ven y ayúdame a encontrarlas.
El rincón apartado para Sechelela no tenía puerta sino una cortina de tela de algodón, nueva y estampada. Al entrar a la habitación, el borde de género se endureció debajo de mi mano. Con cuidado, la palpé y entonces con un gruñido de sorpresa, rasgué el borde con un cortaplumas. Tres hojitas de afeitar oxidadas cayeron al suelo. Estaban empapadas de grasa negra.
— A fe mía, Daudi, que esto es peligroso. Cualquiera podría haberse cortado muy feo.
Levanté muy cuidadosamente las hojitas melladas y las coloqué en una caja de fósforos (cerillos). Apenas me la había puesto en el bolsillo cuando Sechelela llamó a la puerta preguntando:
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
— Karibu (adelante) — respondí. Apartó la cortina y no pude dejar de notar cómo su mano se cerró fuertemente sobre el borde donde unos pocos minutos antes, habían estado escondidas aquellas agudas hojas de acero, que ahora descansaban en mi bolsillo.
— Sech, ¿siempre aprietas la cortina de esa manera cuando entras?
Me sonrió y su rostro fue muy espontáneo.
— Nunca me fijé, Bwana. Si, cuando lo pienso, tengo esa costumbre.
¡Daudi levantó las cejas sin comentario!
Aquella noche, tarde, con tubos de ensayo, recipientes y diversos frascos de productos químicos conmigo, analicé el filo de una de las navajitas. Observé el contenido del recipiente hirviendo alegremente sobre el mechero.
— Oh, Daudi, ¿dónde pusiste las otras hojitas?
— Están seguras, Bwana. Las dejé en la caja de fósforos, bien arriba del aparador de mi casa.
— ¿Tus hijos no pueden tomarlas?
— Oh no, Bwana, están muy altas. Tuve que pararme en una silla que había colocado sobre un tanque de petróleo para alcanzar la parte de arriba.
Hice decantar un poco de fluido y silbé muy suavemente.
— Tienes razón, Daudi, esto es veneno. Probablemente una droga que llamamos strophantus. Provoca una especie de colapso en el corazón y todo se acaba.
— Yo pensé en algo así, Bwana, pero ¿cómo lo vas a probar?
— Sechelela estuvo a punto de demostrarlo hoy.
Alrededor de una semana después, un paciente llegó de una tribu extraña y trajo con él un diminuto mono, que era nuestro espanto, pero la alegría del chiquillo cuya vida estaba en juego. Sansón tenía terror de que el animalejo se metiera entre las botellas del dispensario. Ya había causado no poco daño en las ollas de la cocina de las enfermeras, de modo que estábamos preparados cuando oímos una conmoción afuera. Pero no tanto como para lo que vimos. El animalito estaba echado en el suelo, rodeado por la acostumbrada selección de pacientes y chiquillos. Sus miembros se movían convulsivamente y la palma de su mano estaba rasgada, como si se hubiera cortado con una de las navajitas que Daudi había escondido con tanto cuidado.
Un chico se adelantó para levantar la hojita. Yo pegué un salto.
— ¡No toques eso! ¡Tiene la muerte dentro!
El grupo se echó rápidamente hacia atrás. El animalito tuvo un temblor y murió. Con unas pinzas, levanté las hojitas y las llevé de allí. Daudi llamó a Sechelela y le señaló al animal muerto. Le enseñe la prueba que yo había hecho.
— Sechelela, hay gente que te quiere matar con veneno.
— Sí, Bwana — dijo ella, moviendo la cabeza en tranquilo asentimiento — , pienso que ello puede ocurrir, pero, Bwana, ¿no te acuerdas que Eliseo se salvó? ¿No estaba su vida en las manos de Dios y no lo está la mía?