— Daudi, ¿cuántos son 432 y 329?
— Setecientos sesenta y uno, Bwana.
— Jeh, ¿cómo lo supiste tan pronto? Me temo que yo hubiera tenido que escribirlo y sacar la cuenta con los dedos.
El enfermero africano se rió.
— Bwana, es justo lo que sumé cinco minutos antes de que entraras. Por otro lado, setecientos sesenta y uno es un lindo total cuando pienso que tú y Bibi han hecho todo el trabajo de la sala de maternidad.
— ¡Setecientos sesenta y uno! Eso significa casi dos bebés por día.
— O por noche, Bwana — dijo Daudi, con una mueca.
Daudi había visto muchas veces mi farol moviéndose a lo largo de aquel medio kilómetro que separaba mi casa del hospital.
— Ha sido un año de mucho éxito. Hemos salvado la vida de cientos de bebés, gastando dos chelines por vez. Allá en mi tierra, no se compraría mucho con dos chelines, pero aquí significa salvar la vida de un bebé.
— Bwana, nunca pensé en ello de esa manera. ¿Sabes?, mi madre tuvo diez hijos, pero cuando la mudala, la vieja que aconsejaba acerca de los bebés, y el muganga (hechicero) y el mulaguzi, el hombre que hacía medicinas especiales, cuando todos ellos habían terminado, ¡kumbe!, a mi madre sólo le quedaban dos hijos — sacudió la cabeza y continuó — . Yo era muy pequeño, pero me recuerdo oírla llorar por las noches y dar gritos como hacen las madres africanas por la muerte de sus hijos. Aunque era chico, pensaba que era algo muy triste, pero ahora veo también que era innecesario. Con nuestra clínica infantil y nuestra sala de maternidad, nuestras vitaminas y la tabla de peso de los bebés, las Semanas del Bebé y demás cosas que hacemos, jeh, evitamos a las madres mucha, mucha tristeza.
— No sólo eso, Daudi, sino que nos ingeniamos para atraer a los chicos al hospital. Contraen paludismo y los hacemos mejorar con la quinina. Contraen fiebres y se mejoran con inyecciones de bismuto. Contraen neumonía y les damos penicilina.
— Kweli (de veras), Bwana. Nuestros hospitales son muy útiles, pero no te olvides que hacemos crecer mucha ira en los corazones de los hechiceros y más que nada de las wadala, las viejas cuyo trabajo consiste en traer los bebés al mundo. ¡Les hemos quitado su medio de vida! Nos han combatido de muchas maneras. Han murmurado que la enfermera de la misión haría quedar ciegos a los bebés. Dicen: “¿Qué puede saber un hombre, un simple hombre, de cómo se debe cuidar un bebé?”. Bwana, yo las he visto sacudir sus manos y usar palabras muy fuertes y escupir de disgusto, cuando te mencionan a ti.
— Déjalos escupir, Daudi. Siempre que podamos trabajar y ganarnos la confianza de la gente, no me importa lo que digan.
— Pero Bwana, quizá llegue el tiempo en que hagan más que hablar. Quizá lleguen a actuar.
— ¿Qué quieres decir? ¿Clavarme una lanza o envenenarme la comida o algo tan interesante como eso?
— Quizá sí. Bwana, pero es más fácil que echen clavos en nuestros tanques, roben sábanas del hospital, intenten impedir que la gente permita sus hijos venir a prepararse como enfermeros.
— ¿Jodi? — se oyó una voz en la puerta.
— Karibu (entra) — respondí.
— Bwana, ¿te has olvidado? — dijo un aprendiz de enfermero — . Hoy es día de dientes. Tengo siete hombres sentados bajo un espino, lavándose la boca con permanganato.
Miré la extraña escena por la ventana. Una lata de petróleo vacía y un banco común era el moblaje de aquella clínica dental selvática. Siete africanos se estaban lavando cuidadosamente la boca y escupiendo con destreza el líquido rojo. De vez en cuando, alguno extendía el vaso pidiendo más y lo recibía de un chico que estaba convaleciendo de paludismo agudo. A la sombra del espino, Kefa estaba con el calentador primus encendido y sobre él una lata de queroseno vacía que hacía de esterilizador.
Me acerqué a ellos y les examiné los dientes. Mis ayudantes prepararon un plato, jabón y cepillo de uñas. Me quité el saco, lo colgué de una rama cercana, me eché para atrás el gorro, me adelanté y seleccionando unas pinzas adecuadas procedí a sacar dientes.
El chico llenó el vaso de la primera víctima con la solución roja. Su boca no era un cuadro de belleza. Se podrían haber sacado los dientes fácilmente con las manos si yo hubiera tenido el valor. Me enjuagué las manos, elegí otras pinzas y me ocupé del próximo paciente.
En media hora, había terminado mi trabajo dental. Habíamos premiado a cada paciente con una aspirina y una taza de té y todo el mundo estaba feliz. Cuando los veía caminar por los varios senderos que salían como radios de la colina en que estaba construido el hospital misionero, apretando fuertemente en las manos los resultados de mi trabajo, sentí que todo iba bien y que habíamos tenido un año bueno.
Estaba en el techo de la sala de niños en la muy poco médica tarea de soldar los agujeros del hierro. Debajo, sentado a la sombra del granado que teníamos en el hospital, estaba una joven que parecía estar dictando una sentencia, si se habría de juzgar por la forma en que movía su dedo índice en dirección a una anciana que estaba cerca, sentada con la cabeza entre las manos. Aún a la distancia, se podían oír los “¡Wah!”. De repente, interrumpió sus ruidos, abrió bien grande la boca y señaló dramáticamente a una muela. Su interlocutora se inclinó para examinar con interés la causa de la molestia.
Daudi subió la escalera con un trozo de hierro al rojo vivo. Por un momento me concentré en el nada fácil trabajo y luego dije:
— ¿Qué están haciendo aquellas dos mujeres ahí, esa anciana haciendo ese ruido y la joven que está con ella?
— Jongo, Bwana, es la anciana que te maldijo y escupió con fuerza el otro día — ella se dio vuelta y la reconocí enseguida — . Bwana, esa es gente que causa problemas. La anciana es Majimbi. Es una de las que llenan su bolsa de granos con la vipegwa, el dinero que obtienen de curar — al decir eso, dio vuelta la nariz con desprecio — , bueno, curar chicos cuya garganta está enferma. Yah, ella aguza las uñas de su primer y segundo dedo. — Extendió dichos dedos y los afiló en una piedra imaginaria — . Dice a la gente que todos los problemas que tienen los chicos vienen de los dientes, dientes extraños y malos, que crecen en el fondo de la garganta. Ella dice tener la habilidad de removerlos raspando el fondo de la garganta de los chicos con sus uñas afiladas. Lo llaman kutula malaka.
— Si alguno tratara de hacerme eso, Daudi, yo lo mordería.
— Jiih, eh, Bwana, quizá tratarías, pero la vieja Mijimbi aprieta las mejillas de los chicos entre los dientes, de modo que si muerden, se muerden a sí mismos y entonces ella se mete hasta el fondo de la garganta. De veras, muchos chicos han muerto por esta vieja arpía.
— ¿Y qué está haciendo aquí? ¿Y quién es la muchacha que está con ella?
— Es su hija Nhoto, Bwana. Es una de las esposas del jefe del Lifuto. Mira, él la ha enviado al hospital porque quiere un heredero. Cuatro de sus hijos han muerto antes de que aparecieran los dientes de los pequeñitos, y por eso nos la ha mandado. Yah, Bwana, ella y su madre son gente que nos puede traer problemas. Tenemos que vigilarlas.
Mientras Daudi hablaba, las dos se levantaron y caminaron hasta donde estábamos trabajando.
— Bwana, tengo un dolor grande en el diente, en este — dijo la anciana en una voz muy aguda, señalando su mandíbula superior con un dedo huesudo — . Dame una medicina.
Me miró como preguntando si yo la reconocía. No di señales de que sí, que la reconocía, sino que bajé la escalera e hice girar su vieja cabeza hasta que la brillante luz del sol alumbró bien directamente su horrible colección de dientes amarillos. Las encías parecían haberse hundido, disgustadas por tal compañía. Si no hubiera sido por mi presteza, ella me hubiera tomado el dedo y se lo hubiera metido en la boca para indicarme el diente en cuestión.
Era obvio que la vieja Sechelela había estado bañando a los bebés. Tenía uno en los brazos cuando se presentó donde estábamos, con su mentón señalando agresivamente hacia la anciana africana.
— ¡Yoh! ¿Ahora vienes a ver al Bwana y a pedirle que te saque el diente que te molesta? — dijo — . ¿Un día lo maldices y al siguiente buscas su ayuda? Kah, ¿acaso no eres una fundi (experta)? Tú que sacas los dientes de la garganta de la gente, ¿no puedes sacarte los tuyos?
La voz de Majimbi adoptó un tono sibilante.
— Jongo, Bwana, no te fijes en lo que dice. Ayúdame, Bwana, ay, qué dolor, ¡Jiih! ¡Yoh, qué dolor!
— Kah, ¿y qué diremos de los chicos cuyas vidas terminaron por tus malas artes? — dijo Sechelela, sacudiendo su dedo.
— Bwana, ten piedad de una vieja a la que le duele la cara — dijo la mujer — . No escuches las palabras de Sechelela.
— Por supuesto que te ayudaré — contesté. La anciana hizo una mueca y dirigió a Sechelela una mirada de triunfo. Ésta vio que yo le guiñaba el ojo, y no dijo nada.
— Ven al sol — ordené, tomando un espejito y una varita. Trajeron una banqueta e hice girar a mi paciente hasta que el sol brilló por sobre mi hombro. Con el espejo, reflejé la luz dentro de su boca.
Empujé fuertemente hacia abajo su lengua que se rebelaba con vigor contra el depresor de madera.
— ¡Utye “Ahh”! (Di “Ah”) — le insistí.
— ¡Ahh! — gruñó Majimbi.
— Yoh, mira, Sech — dije con entusiasmo — tiene dientes en su garganta. Necesito hacerle tula malaka y arrancarlos.
En los ojos de la mujer apareció una mirada de terror y pánico. Hizo a un lado la cabeza.
— Kah, no harás ni un jamba jadodo (un poquito) de eso — musitó.
— ¿Qué? Tú que conoces el valor del tratamiento, ¿lo rechazas? — le pregunté. Tragó saliva pero no dijo nada.
— ¿Es que no crees que tu remedio merece ser aplicado? — la provocó Sechelela.
— ¡Kah, nyamale twi! (¡Cállate!) — chilló la otra.
— ¡Yoh! Esa no es manera de hablar — dije firmemente — ¿Quieres o no mi ayuda?
— Bwana, sácame este diente, es éste — gemía la mujer, señalando con un dedo mugriento el molar que era la causa evidente del dolor.
Daudi había hervido el instrumental. Me enjuagué las manos y tomé una jeringa para inyectarle anestesia, pero Majimbi pegó un alarido y quiso escaparse, seguida de un coro de carcajadas.
Un cuarto de hora después, tenía apretada la muela que le había sacado, en un trozo de algodón y se lavaba ruidosamente la boca con una solución roja de permanganato.
— Assante, Bwana — dijo — . Con seguridad, tú eres un fundi kabisa (experto de veras).
— Majimbi, enmienda tu conducta, deja el sendero de las malas artes — le dije severamente.
— Jii, Bwana, lo haré — dijo asintiendo con la cabeza.
Sechelela levantó las cejas, sonrió con poca gana y me murmuró al oído:
— De la misma manera que la cebra perderá sus rayas y chewi (el leopardo) sus manchas.
Me llevó a su puesto de trabajo, aparentemente para abrir una lata de queroseno, pero después de cerrar la puerta se volvió a mí y, con una expresión muy seria, me dijo:
— Bwana, esta gente nos traerá problemas. He oído muchas cosas estos días y lo que dicen es verdad. Majimbi ha estado diciendo cosas fuertes en el pozo a oídos de las mujeres. Y les dijo: “Perisi, la esposa de Simba, ha dejado los usos de la tribu para hablar la lengua de los wazungu y seguir sus palabras”. Akisa, el maestro, la oyó y le dijo: “Estos días, cuando las mujeres descubran que es mejor el camino del hospital y la sabiduría de Perisi, habrá hambre en las casas de los wadala”. Kumbe, Bwana, Majimbi se enojó mucho y dijo: “Si esa Perisi tiene un hijo propio, echaré medicina en su camino y sufrirá la vergüenza de la wambereko (mujer que ha perdido los hijos). También oirá las risas de las wadala y tendrá un gran dolor.
— Kah, Sech — dije — . Son palabras, sólo palabras.
— Jongo, ¿no entenderás que estas cosas son un dolor y un temor más real en el corazón de una muchacha que el diente de la mandíbula de Majimbi, la peor de las wadala? — contestó, sacudiendo la cabeza.
Salimos a la galería y observamos a la anciana y a su hija tomando sus ollas y saliendo por el portón, bajo el suave colorido del atardecer africano.
Esa noche, mientras caminaba a mi casa pensé que habíamos sido sabios al sembrar en el terreno de nuestro hospital. Pensé en las veinte bolsas llenas de maní (cacahuate) que serían una fuente muy útil para alimentar a nuestro personal en la larga estación seca que se avecinaba.
Ya en cama, estuve un rato escuchando el aullido de una hiena, los lamentos de los chacales y el persistente zumbido de los mosquitos. Pero esa paz no duró mucho tiempo.
Alrededor de medianoche, me llamaron con el inevitable: “Bwana, ven pronto, mwana yunji (otro bebé)”. Dos horas después, estaba de nuevo entre las sábanas. Recortando su silueta contra el cielo nocturno había un lagarto manso que trepaba la malla de alambre y se ocupaba eficazmente de los mosquitos y otros dudus. Meditando en los ruidos de la selva, quedé dormido y me parecía que sólo habían pasado unos minutos cuando me desperté de repente, de una manera brusca, como cuando uno es arrancado en un segundo de un sueño profundo. Oí que alguien gritaba afuera.
— ¡Bwana, Bwana, ayuda, hechicería, magia negra!
Salté de la cama y vi un brillo opaco en el cielo. Entonces oí otra voz:
— Bwana, se ha incendiado el depósito.
En un abrir y cerrar de ojos, estuve lo suficientemente vestido como para salir corriendo hacia el hospital. Todo el mundo se encontraba presa del pánico y nadie había hecho nada. Corrí al tanque, di vuelta al grifo, pero no salió agua. Una gran mancha de tierra mojada a un lado me indicó lo ocurrido. Corrí, esta vez seguido por cuatro enfermeros, cada cual con un balde, hasta el tanque de concreto fuera de la sala.
Llenamos nuestros baldes y volvimos corriendo al fuego, echando el agua al centro de las llamas. Pronto todos siguieron nuestro ejemplo, las enfermeras y aun los chiquillos, con calabazas, latas, cualquier cosa que pudiera contener agua. En poco rato fueron controladas las llamas que, por fortuna, no se habían esparcido a los edificios del hospital. El techo de paja del depósito se había quemado como yesca y su contenido era sólo un montón de brasas humeantes. Mis bolsas de maní, semanas de duro trabajo, habían desaparecido en un cuarto de hora. Contra una pared había una lata de queroseno ennegrecido, con su costado roto por un hacha nativa. Fui a contar el número de latas en el depósito. Evidentemente faltaba una y yo me acordé del tanque vacío. Alguien había estado haciendo fechorías. Entonces noté la ausencia de Daudi.
— ¿Dónde está Daudi? — pregunté — . Sé que duerme como un lirón, pero el ruido de esta noche debe haberle sido suficiente para despertarlo.
Nadie lo había visto. Nadie sabía dónde estaba y ya estaba amaneciendo. Mi chico cocinero, despertado por el griterío, había llegado al lugar con una enorme tetera, convenientemente llena. Nos sentamos en círculo allí mismo para beberlo, yo en silencio, los otros con una variedad de tonos de voz. Una figura de aspecto cansado cruzó el portón y se dejó caer en un banquito de tres patas. Era Daudi.
— ¿Dónde has estado? — le pregunté.
— Bwana, he estado haciendo de policía — respondió en inglés — . Cuando estalló el fuego, vi a alguien que pasaba corriendo bajo mi ventana. Lo seguí colina abajo, más allá de las huertas. Allí desapareció, pero más allá del lago, cerca de la colina del leopardo, a la luz de la luna vi a una de las wadala que siempre esperaba la llegada de los bebés, una de las que dicen continuamente malas cosas del hospital. Estaba sentada en el frente de su casa, rodeada por su parentela. No pude oír sus palabras, pero de repente levantó las manos y se rió, esa risa quebrada que hemos oído antes. Bwana, esto es un asunto feo.
Moví la cabeza asintiendo.
— Por lo menos, estoy agradecido, Daudi, de que no ocurrió mientras estábamos fuera, en nuestro safari de tres días.