Había pasado lo peor de la tormenta. Había durado sólo unos diez minutos, pero durante ese tiempo habían caído sesenta milímetros de lluvia. Grandes gotas caían de los árboles baobabs y de un solitario árbol de chirimoya que crecía a la orilla del río. Olas de agua barrosas pasaban frente al lugar en que estábamos echados. Y nuestro pobre auto, que era a la vez nuestro transporte y ambulancia, seguía caído en la ribera del río. Podía ver flotando corriente abajo toda clase de objetos que reconocía como parte de las que habían estado en el portaequipajes del auto, objetos de gran valor para nosotros y que probablemente no volveríamos a ver.
A mi lado, acurrucada en una de las raíces del baobab, cubierta con una manta mojada, estaba Perisi, su rostro marcado por la agonía. Era de una importancia vital que llegara al hospital lo más rápido posible, pero aún estábamos a cinco kilómetros y todos estábamos demasiado enfermos como para pensar en caminar para buscar ayuda.
— Kah, ¿qué haremos? — dijo Daudi — . Todo está en contra de nosotros. Bwana, nadie puede ayudarnos. Nadie viajará por muchas horas por este camino a causa de la lluvia.
Pero todavía estaba hablando cuando se oyó el sonido de un motor, y por sobre la cresta de la colina a un par de kilómetros apareció una camioneta que venía en nuestra dirección.
Daudi se irguió sobre un codo.
— Kumbe, Bwana, seguramente es Sulimani, el comerciante hindú, y debe venir por este camino, porque es el único.
Perisi levantó la vista.
— Jongo, Bwana, ¿no hemos pedido a Dios y él no nos ha provisto un camino de salida?
Observamos a la camioneta de tres toneladas, deslizándose por el camino, hábilmente manejada por su conductor hindú. Llegó al río y entonces dio marcha atrás al vernos tratando de llamarle la atención moviendo los brazos.
— Salaam — dijo y entonces, arqueando las cejas, al ver el problema de nuestro auto, agregó — eh, se mojará si se queda allí, Bwana.
Esbocé una sonrisa, ya que en ese momento una ola especialmente grande sumergió el viejo coche.
— Sulimani, no estoy afligido por el auto, porque podremos repararlo, pero sí tengo miedo por Perisi. Está en grave peligro y debemos llevarla de inmediato al hospital.
— Por supuesto — dijo el hindú — , la pondremos de inmediato en mi camioneta. Volveremos al hospital. No hay ningún problema. Y entonces, Bwana, podremos volver — siempre me intrigó el inglés de Sulimani — ... porque tengo cilindros y poleas y la “cerda” fuerte que siempre llevo conmigo. Y con todo eso, sacaremos al auto a un lugar seguro.
Me cubrí la cara con las manos para que Sulimani no pudiera ver mi sonrisa cuando hablaba de la “cerda”.
Me propuse corregir su inglés.
— Me imagino que quieres decir “cuerda” y no “cerda”.
— Bueno, claro, seguramente, Bwana, pero ¿no quiere decir lo mismo? — respondió encogiéndose de hombros.
— Bueno, no es del todo lo mismo. Pero, de cualquier modo, volvamos al hospital tan rápido como podamos.
Unos minutos después, la camioneta avanzaba con rapidez de regreso por el camino. Cuando subimos a la colina y pude ver el hospital a la distancia, me pareció que sus blanqueadas paredes nunca fueron más hogareñas, ni la avenida de adelfas más atractivas, hasta que Sulimani llevó su vehículo por entre ellas y se detuvo a las puertas del hospital. Las enfermeras africanas corrieron al vernos parar.
— Rápido — dije — . Preparen una cama para Perisi y una botella de agua caliente. Tienen que acostarla de inmediato.
Muy oportunamente apareció la enfermera misionera y le expliqué lo que había pasado. Ya había oído como las viejas de la tribu habían lanzado un hechizo contra Perisi, hechizo que implicaba que nunca tendría un hijo.
Pero cuando este hechizo en particular no había sido efectivo, entonces lo cambiaron diciendo que no nacería bien o que nacería muerto.
En aquel momento especial, parecía que la profecía sería cierta, pero yo sabía que en una serie de pequeñas botellas de vidrio, almacenadas en un estante de nuestro hospital estaba la medicina precisa para evitar que el hechizo se hiciera realidad. En un instante, la jefa de enfermeras tenía la situación bajo control. Pocos momentos después, la muchacha estaba entre sábanas tibias, le pusimos la aguda aguja de una inyección en el brazo y, lentamente, le administramos la medicina salvadora.
— Bwana, ¿qué medicina es esa? — preguntó Perisi con voz cansada.
— Es muy importante y muy difícil de preparar — contesté, haciendo salir el agua destilada de la jeringa.
— Bwana, ¿cuesta mucho dinero?
— Mira — dije, asintiendo con la cabeza — , esta botellita cuesta lo mismo que una oveja.
Yo no podía dejar de pensar, cuando sacaba la jeringa, en lo intrigada que quedaría la gente que había contribuido con tres libras esterlinas a la Sociedad Misionera si hubieran sabido lo que su ofrenda había hecho para salvar una vida, arrancar el dolor del corazón de una madre africana y quebrar un hechizo.
De repente, mi cabeza empezó a dar vueltas y sentí tan débiles las rodillas que parecía que no me sostendrían más.
— ¿Qué ocurre? — preguntó la enfermera.
— Ah, es que Daudi y yo estamos un poco fuera de tono. Me temo que de alguna manera hemos ingerido algo de veneno y que aún expulsándolo no hemos alcanzado a estar bien del todo.
— A la cama — dijo decididamente la enfermera y a la cama me fui agradecido. No fue difícil conciliar el sueño, pero antes de cerrar los ojos, tomé el pequeño Libro que estaba al lado de mi cama y volví las páginas. Busqué algunos versículos del Salmo 91 y los leí.
“No te sobrevendrá mal ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En sus manos te llevarán...”
Busqué otras páginas y volví a leer.
“Me invocará y yo le responderé ... Con él estaré en la angustia ... Lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación”.
Cuando me recliné en la almohada, agradecí al Dios Todopoderoso por la absoluta veracidad de sus palabras. Aun estaba elevando a Él mi gratitud, cuando llegó el sueño.
Al despuntar la mañana, descubrí que los efectos de la leche envenenada por el hechicero habían desaparecido completamente. En el hospital, Perisi estaba mucho mejor, quizá no del todo fuera de peligro aún, pero la situación distaba de ser. Le di cuidadosamente otra inyección y le hablé tranquilamente.
— Perisi, es sumamente importante que descanses, que tu mente esté bien en reposo. Escucha el versículo que leí anoche. “A sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en todos tus caminos”. Acuérdate también del versículo de ayer: “El brazo del Señor no se ha acortado como para no salvar, ni su oído se ha endurecido como para no poder oír”.
Oramos tranquilamente a nuestro Padre para que él llevara aquel asunto a una conclusión feliz. Fuera del hospital pude oír el ruido de una corneta de automóvil y me di cuenta de que Sulimani estaba impaciente por salir a remolcar nuestro viejo auto fuera del río, con lo que él llamaba pintorescamente su “aparato de lucha contra el barro”. Hombres y muchachos negros estaban amontonados en la parte trasera del vehículo. Nos pusimos en marcha a los saltos camino arriba, ya por tierra seca.
El río que el día anterior había sido una masa torrencial de agua era ahora un amplio curso de arena húmeda y el auto estaba hundido casi a treinta centímetros en algunas partes. Recuperamos los frascos de medicinas, píldoras y toda suerte de cosas hasta de un kilómetro y medio de distancia. Hubo mucha gritería y movimiento y todo el grupo estalló en cantos de la cosecha africana, al par que las azadas se ponían en acción.
Cuando quitaron toda la arena, entre todos dieron un gran empujón y el auto fue vuelto a poner sobre sus cuatro ruedas. Luego Sulimani ató al eje delantero a lo que él persistía en llamar “una cerda” y con ella arrastró el auto por sobre la arena, la ribera y de vuelta al camino. Las bujías, el carburador y la batería destilaban agua. Quitamos la capota y secamos todo lo mejor posible. Secamos el tanque de gasolina y filtramos la que quedaba con un viejo sombrero de fieltro, que Daudi nos prestó consideradamente para tal propósito.
Llamé a Sulimani a un lado para pagarle por su ayuda, pero hizo a un lado mi dinero, diciendo:
— De veras, Bwana, que tu trabajo en este país es una obra de gran bien para mucha gente. ¿No fuiste tú el que una noche viniste para salvar a mi esposa cuando sufría del paludismo? ¿No te he de ayudar entonces, en este momento, sólo por amistad?
Me dio un fuerte apretón de manos mientras me decía:
— Bwana, siéntate en el auto y maneja el volante. Mira, la gente te remolcará hasta la casa. Será la forma más segura. Bueno, viajarás casi tan rápido como si lo hicieras con ese motor.
Todos agitamos los brazos en despedida, cuando la camioneta retomó su camino por la arena endurecida y desapareció por el camino. Me subí al auto. La tracción a sangre humana lo impulsó colina arriba y luego, a fuerza de sacudidas, rodó lentamente colina abajo, con la ayuda de los muchachitos. Una hora y media después, estábamos de vuelta en el hospital donde me encontré con la alentadora noticia de que Perisi, no sólo estaba durmiendo, sino también que su temperatura había bajado y que habían desaparecido todos los síntomas peligrosos. Al atardecer volví a verla. Estaba despierta y se sentía muy bien.
— Bwana, mientras dormía — dijo — , soñé y, bueno, soñé que tenía conciencia de que las manos de los ángeles me protegían. Me pareció ver una mano volcando aquella calabaza con leche envenenada. Vi otra mano guiando la lanza de Simba cuando la víbora cayó del techo. También pude ver al ángel cuando estábamos en la inundación y bajo el árbol durante la tormenta. Bwana, cuando me desperté comprendí que no había sido sólo un sueño.